La mayoría de los directivos están convencidos de
tomar sus propias decisiones de manera exclusivamente racional, en base a una
decisión perfectamente informada. Cuando se trata de la gestión de un proyecto
dentro de un grupo de trabajo se tiende a otorgar mayor énfasis a los factores
racionales, que a los emocionales, como puede ser, por ejemplo, la implicación
de los miembros del equipo con el proyecto en cuestión. La entrega de un
trabajo por supuesto que requiere planificación, control de calidad y la
elaboración de presupuestos, sin embargo, el control de estos factores no evita
los retrasos o el fracaso del mismo proyecto. De hecho, existen factores de
comportamiento fundamentales que entran en juego y pueden socavar nuestros
esfuerzos.
El enfoque típico de la gestión de proyectos se centra
en los procesos. Cada tarea se describe en detalle como un conjunto de reglas.
Muchas empresas implementan procesos rígidos, con guías y manuales que soportan
a las prácticas laborales, mientras que los sistemas de control de calidad
evalúan y mejoran estas prácticas. Todo el mundo se preocupa de cómo hacer el
trabajo, y mucho menos del resultado del trabajo.
A pesar de estos enfoques, la tasa de fracaso de
proyectos no parece estar disminuyendo. Un estudio publicado
por la Harvard Business Review, que ha analizado 1.471 proyectos de IT, revela que
la tasa de éxito es del 27%, pero uno de cada seis proyectos evaluados tiene un
sobrecoste del 200% en promedio, y un retraso en la entrega de casi el 70%.
Esto se debe a que las actuales herramientas de gestión de proyectos, las
técnicas y las teorías por lo general observan y siguen más los componentes
racionales de gestión, pero descuidan los componentes emocionales. Y estos
factores emocionales representan precisamente la mayor parte de las
posibilidades de éxito de un proyecto.
Por esta razón las neurociencias se han
convertido en una herramienta fundamental para la educación, el liderazgo
y la gestión de personas. El líder tiene que provocar sentimientos positivos en
las personas que gestiona. De hecho, la neurología atribuye un papel
fundamental a la emotividad, que activa los mecanismos que están en la base de
la inspiración, la pasión y el entusiasmo, todos elementos indispensables en
los estudios y en los negocios. En este sentido, debemos entender el
significado de la inteligencia emocional, como algo capaz de asegurar a
nivel personal la plena implicación de personas comprometidas en liberar su
potencial y conseguir los resultados.
La estabilidad emocional depende de nuestras
relaciones con los demás. La presencia de otra persona, de hecho, nos consuela
y, a nivel físico, no sólo reduce la presión arterial, sino que también
disminuye la producción de los ácidos grasos responsables de la obstrucción de
las arterias. Hace ya muchos años, en los primeros estudios de las dinámicas de
grupo se descubrió que la presencia de otros reduce drásticamente la ansiedad.
Compartir experiencias con las personas nos hace bien. Se trata, en esencia,
del mismo mecanismo con el que los enamorados son capaces de provocar en el
cerebro del ser querido el aumento de los niveles de oxitocina, sustancia que
provoca una agradable sensación de vínculo afectivo. Todo esto ocurre también
en diferentes situaciones de la vida social, como en un grupo de trabajo, cuyo
funcionamiento depende en gran medida de una armonía de sentimientos, que a
menudo está cubierta por una capa exterior de intereses de carrera y conductas
toleradas por el mero respeto de las buenas maneras.
El grupo se refuerza en una unidad más sustancial a
través de la puesta en común de los estados de ánimo y de los transcursos
emocionales de sus integrantes. Ocurre, en definitiva, una especie de contagio
emocional que repercute en todo el equipo. Sin duda, una sonrisa, una
broma, mientras que restan importancia a situaciones incómodas, al mismo tiempo
disponen más al optimismo y vinculan más a las personas que componen el grupo.
Una situación de malestar prolongado puede dañar las relaciones
interpersonales, hasta llegar a entorpecer el rendimiento profesional, ya que
el cerebro ve menguar la capacidad de procesar información y reaccionar
eficazmente. Por otro lado, un ambiente relajado y reconfortante es el lugar
ideal para poner cuerpo y mente en armonía, anulando ansiedad y preocupaciones
que erosionan las capacidades intelectuales y la eficiencia en el equipo. La
angustia generada por un estado de ansiedad no sólo afecta a las capacidades
mentales, sino que vuelve las personas menos inteligentes desde el punto de
vista emocional.
Podemos entonces concluir que un clima de mutua
colaboración, soluciones creativas, amenidad en el trabajo, siempre en un
entorno de alta productividad y resultados, favorecen enormemente la eficacia
de un equipo y pueden ser determinados por una atmósfera positiva, creada por
la voluntad y la acción del líder.
Desde el punto de vista neurológico, la voluntad de alcanzar los objetivos que nos marcamos en la vida depende de la capacidad de nuestra mente de recordarnos lo mucho que nos realizará la satisfacción de nuestros sueños. Independientemente de la naturaleza de los estímulos que nos animan a dar lo mejor de nosotros, todos los factores motivacionales comparten una vía neural común. El entusiasmo por el trabajo, a nivel cerebral deriva de la existencia de un flujo suficientemente constante de sentimientos positivos procedentes de los circuitos conectados a la corteza prefrontal izquierda, en el momento en que llevamos a cabo esa actividad en particular. Al mismo tiempo, los mismos circuitos cerebrales desempeñan otra función positiva para la motivación: disminuyen los sentimientos de frustración o preocupación que podrían llevarnos a abandonar. De esta manera, podemos aprovechar en cada derrota la oportunidad escondida o una lección útil, siguiendo adelante de cualquier manera en nuestro camino.
Desde el punto de vista neurológico, la voluntad de alcanzar los objetivos que nos marcamos en la vida depende de la capacidad de nuestra mente de recordarnos lo mucho que nos realizará la satisfacción de nuestros sueños. Independientemente de la naturaleza de los estímulos que nos animan a dar lo mejor de nosotros, todos los factores motivacionales comparten una vía neural común. El entusiasmo por el trabajo, a nivel cerebral deriva de la existencia de un flujo suficientemente constante de sentimientos positivos procedentes de los circuitos conectados a la corteza prefrontal izquierda, en el momento en que llevamos a cabo esa actividad en particular. Al mismo tiempo, los mismos circuitos cerebrales desempeñan otra función positiva para la motivación: disminuyen los sentimientos de frustración o preocupación que podrían llevarnos a abandonar. De esta manera, podemos aprovechar en cada derrota la oportunidad escondida o una lección útil, siguiendo adelante de cualquier manera en nuestro camino.
La amígdala, junto con la corteza prefrontal del
cerebro, es capaz de activar las emociones y funciona como un radar para
controlar los impulsos emocionales. Aquí, pues, es donde pensamiento y
sentimiento se unen y se colocan en la base del denominado liderazgo
primario (primal leadership). Esta sintonía parece asegurada por un
líder “resonante” y no “disonante”, capaz, es decir, de poner en valor y
amplificar las competencias emocionales y las habilidades cognitivas,
asignando a la inteligencia emocional cuatro funciones fundamentales: la
de la “auto-conciencia”, la de la “autogestión”, la de las “relaciones
interpersonales” y finalmente la “conciencia social”, las cuatro están
conectadas en una relación dinámica.
En la experiencia directiva siempre se ha insistido en
la necesidad de una relación positiva entre las personas involucradas en los
proyectos, pero nunca como hoy, gracias a las neurociencias, somos capaces de
reafirmar este principio a raíz de la función desempeñada por la inteligencia
emocional, que implica el uso de centros ejecutivos del cerebro,
localizados en los lóbulos prefrontales, y del sistema límbico, que regula los
sentimientos, impulsos y emociones.
Con la debida importancia otorgada a las habilidades
técnicas y a las experiencias de trabajo, hay que asumir, ahora sin ningún
género de duda, que la inteligencia emocional contribuye en gran medida
a determinar el estilo y la calidad del líder y la neurociencia es la clave
para dominar esta herramienta esencial en la gestión de personas.
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