No se trata
solo de una reacción más o menos explosiva ante situaciones que nos disgustan
Puede servir
para mejorar, progresar e inspirar cambios en nuestra vida y en nuestro entorno
En el episodio I de La guerra de las galaxias,
Yoda le dice a Anakin Skywalker, futuro Darth Vader: “El miedo es el camino
hacia el Lado Oscuro. El miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio
lleva al sufrimiento. Percibo mucho miedo en ti”. Y así es, cuanto más y más
frecuentemente nos enfadamos, más y más profundos miedos albergamos. El maestro
Jedi nos regala una gran lección de vida. El enfado, el enojo, la ira o la
rabia son sentimientos hermanos que tienen un mismo origen: el miedo. Y también
tienen un mismo destino: el sufrimiento.
Cuando, por ejemplo, un amigo no nos devuelve las
llamadas, tememos dejar de ser importantes en su vida. Si en el trabajo no se
consideran nuestras propuestas, sufrimos por la posibilidad de acabar siendo
prescindibles y, por tanto, despedidos. Nuestros enfados están conectados con
un miedo concreto, personal e intransferible que nos hace sufrir. Hagamos la
prueba. Recordemos la última vez que nos hemos disgustado de verdad y tiremos
del hilo de las emociones. En el centro del laberinto nos toparemos con el
miedo responsable de que perdiésemos el control y nos sumergiésemos, por unos
instantes, en el lado oscuro de la fuerza. ¡Buenas noticias! Cuanto más oscura
es la sombra, más intensa es la luz que la provoca, y debemos saber aprovechar
esa intensidad de forma positiva, constructiva e inspiradora.
1. PELÍCULA
- ‘Star Wars’. Vale la pena revisar, con una nueva
mirada, las películas de la saga creada por George Lucas. Además de naves y
espadas láseres, ‘La guerra de las galaxias’ es la historia de un niño que
tiene miedo y no sabe controlarlo ni convertirlo en energía positiva.
2. LIBROS
- En ‘La
actitud mental positiva. Un camino hacia el éxito’ (Debolsillo), Napoleón Hill
y W. Clement Stone nos introducen en el mundo del “descontento inspirador” y
nos proponen convertir las situaciones negativas de hoy en los éxitos de
mañana.
De forma más o menos metafórica, el enfado hace que
señalemos con el dedo, dirigiendo de esta manera nuestro disgusto hacia aquello
que nos está haciendo sufrir. Ese dedo acusador actúa como una varita mágica
que canaliza la energía oscura que se ha formado en nuestro interior, liberándola
para amansar el estrés. Mucho se ha hablado acerca de tratar de dominarse, de
no decir cosas que luego nos avergüencen y recuperar cuanto antes el control de
la situación. Bien. Pero lo que nos importa ahora es ver que junto a ese dedo
acusador hay tres que nos apuntan a nosotros y nos dan la oportunidad de
reflexionar.
Imaginemos que nos hemos enfadado con un amigo porque
no nos ha visitado cuando estábamos enfermos y se lo lanzamos a la cara.
Sufrimos incluso más que cuando no vino a vernos. Ahora repasemos qué tres
reflexiones debemos hacer:
1. ¿He agotado todas las vías para transmitir lo importante que era para mí
que viniera a visitarme? ¿Le he llamado y le he dicho que no solamente estoy
enfermo, sino que además estoy bajo de moral y me haría muy feliz que viniera a
verme? ¿O he esperado a que mi amigo los adivinase? Si somos sinceros, veremos
que en la mayoría de ocasiones hay algo que podríamos haber hecho, algo que
estaba en nuestras manos y que nos hubiera ahorrado el disgusto.
2. ¿Qué hice? Es el momento de preguntarnos cómo hemos actuado nosotros en
situaciones similares. ¿Siempre hemos estado cuando nos ha necesitado un amigo?
Seguramente ha habido ocasiones en las que, arrastrados por las inercias de
nuestros días, no hemos estado todo lo presentes que nos hubiera gustado. Esta
pregunta nos tiene que servir para ponernos en el lugar de nuestro amigo,
entenderle y excusarlo, al menos, con la misma indulgencia con la que nos
justificamos a nosotros mismos.
3. ¿Qué haré? Bien, estamos enfadados. ¿Y ahora qué? Hay dos alternativas. O
bien, gracias a nuestras dos anteriores reflexiones, nos hemos apaciguado y
decidimos expresar nuestro malestar de forma conciliadora, o bien decidimos que
aquel a quien creíamos nuestro amigo realmente no lo es. En este segundo caso
no tenemos que enojarnos con esa persona, sino con nosotros mismos, por no
saber escoger amistades que satisfagan nuestras necesidades emocionales.
Sí, nos irritamos porque tenemos miedo, y en la
mayoría de las ocasiones el miedo es una alarma, una intuición a la que damos
la espalda. Mirarlo a los ojos lo diluye hasta que se transforma en una fuente
de energía y superación personal. Si nos enojan las malas notas de nuestros
hijos, tal vez no estamos sabiendo transmitir un ambiente de estudio,
dedicación y responsabilidad en casa. Cada vez que nos acaloramos debemos
reflexionar para plantearnos a qué miedo está atado ese berrinche. Descubrirlo
y actuar sobre él. Encauzarlo de forma inspiradora, hacia nosotros mismos, y
ver qué podemos hacer mejor. No podemos cambiar a los demás, pero sí
influenciar en los otros. Si creo que no soy importante en mi trabajo, no puedo
hacer nada desde los demás. No puedo ir a mi jefe y decirle: “Eh, considérame
más, que yo valgo mucho”. Eso es absolutamente contraproducente. Sí que puedo,
no obstante, analizarme. Ser crítico. Enfadarme conmigo mismo sin culpar al
ambiente, al entorno o la alineación de los astros. Porque esas cosas no las
puedo controlar. Sí puedo mejorar mis contribuciones, descubrir mis puntos
débiles y mitigarlos. A partir de ese enfado inspirador es muy posible que
mejore en mis aptitudes y mis contribuciones y acabe siendo mi jefe quien me
llame y diga que yo valgo mucho. Aunque sea por una vez, mi jefe tendrá razón.
Drazen Petrovic
fue considerado como el mejor jugador europeo de baloncesto de todos los
tiempos. Cuenta la leyenda que en un partido, con la camiseta del Real Madrid,
falló dos tiros decisivos contra el Valladolid. Su equipo perdió. Y él se
enfadó. Ni con el aro o el tablero. Ni con los árbitros. Ni con el público. No.
Se enfadó consigo mismo. ¿Qué hizo? De regreso a Madrid, en plena medianoche,
pidió las llaves del pabellón y se puso a lanzar triples hasta pasadas las tres
de la madrugada. Petrovic protestaba en la pista, alzaba los brazos y se
quejaba a los árbitros. Pero lo que le hacía ser el mejor no eran solamente sus
extraordinarias aptitudes para este deporte, sino asumir la responsabilidad de
saberse enfadar consigo mismo y trabajar para mejorar. Durante su carrera,
Petrovic resultó decisivo en innumerables victorias para los equipos en los que
jugó.
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