En la Plaza Juárez del Centro Histórico de México hay
un museo que no creo que deje indiferente a nadie, ya que su visita
provoca emociones muy intensas y reflexiones muy profundas. El museo está
dividido en dos secciones, la de la memoria y la de la tolerancia. A medida que
se recorren las distintas salas, también se experimentan desde la tristeza
más honda y la repulsión más firme hasta la admiración más sublime. El
museo está dedicado a los genocidios, definiendo con esta palabra a un tipo de
crímenes con los que se busca eliminar seres humanos por su pertenencia a
un grupo racial, étnico, religioso o nacional. Entre los genocidios que allí se
exponen destacan, como no podría ser de otra manera, el Holocausto, los
Campos del Silencio de los Jemeres Rojos en Camboya, los actos de genocidio en
Guatemala, la guerra en la antigua Yugoslavia y el genocidio en
Bosnia-Herzegovina y cómo no, el conflicto entre los hutus y los tutsis en
Ruanda en el que, entre 1959 y 1969, más de 20 mil tutsis fueron asesinados y al
menos 130 mil tuvieron que refugiarse en países vecinos.
Se sabe que los equipos más creativos son los equipos
en los que más diversidad existe. Cuando tocamos la parte más oscura del ser
humano y somos capaces de contemplar lo que unos hicieron a otros, podemos
perder por completo la fe en nosotros mismos y con ello la esperanza de que
realmente se pueda vivir en un mundo en el que estén presentes la paz y la
justicia. Cuando simplemente se soporta la diversidad, en cuanto las
condiciones son propicias para ello, surge el conflicto y la violencia. ¿Por
qué no celebrar las enormes posibilidades que aporta la diversidad? Hoy por
ejemplo, se sabe que los equipos más creativos son los equipos en los que más
diversidad existe, siempre claro está que dicha diversidad se valore como una
ventaja y no como un problema.
Creernos mejores que otros en todo puede llevar a
que aflore desde las profundidades de nuestra sombra, el deseo de controlar, el
deseo de dominar, el deseo de someter, sea por un camino o por otro. Es
entonces cuando se deja de ver al otro como un ser humano y se le degrada al
nivel de objeto. Un objeto es algo manipulable y que se puede tirar cuando
deja ya de servir.
Decía Gandhi que cuando señalemos con un dedo a
otros no nos olvidemos de que tres dedos nos están señalando a nosotros.
Si cuando visitamos un museo como el de la Memoria y la Tolerancia no salimos
con un mayor nivel de consciencia y convertidos en mejores personas es que algo
fundamental se nos ha quedado en el camino.
La resistencia al horror
Hay muchos momentos cuando se pasa por las distintas
salas de este museo en los que se describe a los que perpetraron los
crímenes. Sin embargo, también se hace una clara referencia a todos aquellos
que por conveniencia o por miedo fueron indiferentes frente a ellos. Como no
podría ser de otra manera, en el camino nos encontramos con un grupo de seres
humanos que ante aquel horror hicieron lo que pudieron, arriesgando
incluso su propia vida, para salvar la de otros. En este sentido, me llamó
mucho la atención un cuadro lleno de pequeñas fotografías de personas. Unas
estaban de frente y otras estaban de espaldas. En el medio del
cuadro aparecía el contorno de una silueta humana y en su interior un
signo de interrogación. Las personas que estaban de frente eran aquellas que no
habían sido indiferentes, sino que habían hecho todo lo que les había sido
posible para denunciar aquellas atrocidades y para ayudar a otros a escapar de
su cautiverio. Las personas de espalda correspondían a los indiferentes, a todos
aquellos que habían pasado de largo. El contorno de la figura humana en el
centro con el signo de interrogación en el interior transmitía una
pregunta muy directa: ¿Y tú, vas a ser de los perpetradores, de los
indiferentes o de los valientes y comprometidos?
Tolerar es comprender que no poseemos la verdad
absoluta y por eso la tolerancia pide una actitud de respeto y de apertura. Decía
Víctor Frankl (1905-1997), psiquiatra austriaco de origen judío y
superviviente del Holocausto: “Al ser humano se le puede quitar todo excepto
su libertad esencial: su actitud ante cualquier circunstancia”.
No llevemos a cabo ningún acto de violencia frente a
otros, porque hay una violencia física, pero también hay una violencia
emocional. No seamos perpetradores de violencia, no avergoncemos, no
humillemos, no marginemos a otros por ser diferentes, sea en casa, en el
trabajo o en la sociedad. No seamos indiferentes ante las injusticias cuando
veamos que alguien está siendo objeto de burla y de desprecio.
Hace tiempo escuché la historia de una joven en una
empresa a la que su jefe, para humillarla, sacó su mesa del pequeño despacho en
el que ella trabajaba y la hizo sentarse en medio del pasillo donde todos sus
compañeros la vieran. A esta mujer se le exigió estar en la mesa sin nada
que hacer, pero sin poderse mover. Ninguno de sus compañeros denunció
semejante atropello a pesar de la tremenda humillación a la que estaba sometida
aquella mujer.
Cuando se habla de la tolerancia, se habla de una
virtud que hace posible la paz. Tolerar es comprender que no poseemos la verdad
absoluta y por eso la tolerancia pide una actitud de respeto y de apertura. La
tolerancia no implica renunciar a las convicciones personales y desde luego lo
que tampoco implica bajo ningún concepto es ser indiferente ante la
injusticia. Si la intolerancia ha provocado tanta violencia, la
tolerancia se convierte en un valor esencial para poder convivir y
progresar en paz. Decía Octavio Paz: “Para que pueda ser he de ser
otro, salir de mi, buscarme en el otro, los otros que no son si yo no existo,
los otros que me dan plena existencia”. Palabras hermosas para reflejar el
ideal de la unidad. Por eso, tenemos que quitarnos tantos prejuicios que nos
hacen vernos unos a otros no solo como distintos, sino también como distantes.
Decía Albert Einstein: “¡Triste época la nuestra! Es más fácil
desintegrar un átomo que un prejuicio”.
Aunque a veces nos cueste, no hay más remedio que
detenerse frente al secreto de cada conciencia, a comprender antes de discutir
y a discutir antes de condenar, nos recuerda Norberto Bobbio. MARIO
ALONSO PUIG
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